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20 abril 2010

MOLINOS EN LA GRAN VÍA.


Ayer vi molinos en la Gran Vía. Bajaba desde Montera hacia Callao y en el extinto Palacio de la Música, al lado del limpiabotas, “el mejor limpiabotas de Méjico”, un hombre muy mayor, pausado y tranquilo, pintaba en la pared blanca que ahora tapia lo que entonces eran las puertas, unos molinos sobre colinas. Era un dibujo infantil, poco elaborado, sin pretensiones. Al contrario de lo que estamos acostumbrados, no pedía dinero. Él solo pintaba, daba color al ya hace demasiado tiempo mudo palacio.

Dibujaba sus molinos en la Gran Vía, entre gigantes de piedra y cuerdos paseantes, que apenas fijaban su mirada un instante en su escenario, en su Gran Vía, en sus molinos de viento.

Y me quedé parado, mirando, hasta sentí el aire que haría mover las aspas de esos molinos, sentí bajo mis pies la verde colina que alfrombraba el paisaje, vi al anciano sobre su corcel, recorriendo lo que esperaba fuera algún día la vía, o lo que para él ya un día fue. Y me sentí Quijote con él, quería llegar a los molinos y desde ellos gritar a los cuerdos paseantes que no estábamos locos, o quizás si, tan locos como quisiéramos sentir en ese preciso instante, tan locos como para reír de todo, de esa tarde menguante, de ese día con fin.

Gracias compadre, porque ayer me enseñaste los molinos de la Gran Vía y me enseñaste un ocaso distinto, una tarde loca y feliz.

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