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29 octubre 2008

MI ÚLTIMO VIAJE EN METRO.


Ayer fui en metro con mi hijo. Cuando salí de casa con el en brazos llovía. Niño en una mano y paraguas en la otra. Entro en el metro, en el primero de los dos que tengo que coger para llegar a casa de su madre nadie me deja sentarme, en fin, no me supone demasiados problemas porque son muy pocas las estaciones que tenemos que recorrer. No obstante maldigo a todos los presentes. Transbordo. El tema promete. En los pasillos de la estación mantengo una breve pero instructiva conversación con mi pequeño vástago:

- Papá, ¿es negro? (señala a un músico que apostado al lado de las escaleras mecánicas hace sonar un instrumento)


- Si mi amor, es negro.


- ¿Porqué papi?


- Porque hay gente negra, blanca y de muchos colores mi niño.

Vamos, que salvo el último matiz de “muchos colores” que después pensé sería complicado de responder si mi hijo me hubiera espetado un “¿y que colores papi?”, creo que salvé la situación con normalidad.

Segundo metro. A estas alturas ya sudo considerablemente. El vagón no va muy lleno pero no hay sitio para sentarse. Espero. Nada. Me encuentro de pie en medio de los ocho asientos, de los cuales varios están reservados para situaciones de necesidad, entre las cuales, según reza el dibujo de la ventana, la mía. Siguiente estación, nada. El sudor es ya similar al de Asafa Powel tras una carrera. Y el cabreo va en aumento. Decido inclinar un poco la cabeza sobre la parejita. Un menda muy bien vestido, con una americana francamente mona y su novia con una pinta de frígida de las que dan susto, pero susto. Intento que una de las gotas de sudor que se desliza por mi nariz caiga en su precioso pantalón. Por joder, y para ver la cara que pone. Pero no lo consigo. Daniel está rodeándome el cuello con un caballo de plástico negro perseguido por una jirafa del mismo material. El está encantado, pero mi intento por joderle el pantalón al niño mono fracasa.

Debo decir que salvo un señor mayor con garrota al que no le hubiera aceptado el asiento había especimenes para todos los gustos: Los que bajan la cabeza, los que se ponen a hablar mirándose fijamente a los ojos para no ver a su alrededor, y los que directamente se la sopla, te miran y pasan. Finalmente se levantó una torda y pude sentarme, treinta minutos después de salir de casa y diez después de entrar en el vagón. Como quedaron dos sitios libres Daniel se sentó a mi lado y le atizó una patadita a la señora de al lado, una de las que no había sabido sacar a relucir la buena educación cuando estaba yo de pie. Una patada que sin ser fuerte llega a irritar si se produce con frecuencia y una regular cadencia. Y eso es lo que pasó. Daniel fue moviéndose el resto del viaje, patadita por aquí, golpecito por allá, mientras yo cumplía con mi papel de padre dedicado “Daniel por favor, no molestes a la señora.”, le decía con una sonrisa cómplice que él, a fuerza de conocer a su padre, me contestaba con gesto similar, muy a sabiendas de lo que podía seguir haciendo.


Vamos que esa ya hizo penitencia hasta que nos bajamos del tren, y suerte tuvo de no quejarse. A los demás parásitos, maleducados de traje fino o mono de taller, tordas con aires de grandeza u olor a lejía en las manos, a todos vosotros os digo, que ojala un día entréis en el vagón con muletas, con un niño en brazos o simplemente cargados de bolsas hasta las trancas y que no quede un miserable sitio libre. Ojala ese día yo esté placidamente sentado, porque entonces no bajaré la vista, os miraré a los ojos y educadamente os cederé mi asiento. Para que aprendáis.

1 comentario:

Bandua dijo...

Esto me suena... a mí me hacen lo mismo con la pedazo barriga que tengo...y a las embarazadas se supone que también deberían cederles el sitio. Sólo me han dejado una vez, y las demás veces que no me han dejado, te soy sincera, les miro directamente a los ojos para que se les caiga la cara de vergüenza.