Estaba yo apunto de desenfundar la pluma para hablar del patético e indecente boicot a Prisa, de las tordas que se presentaron a Miss España (vaya tela…) y de los ochenta céntimos que cuesta un café para Zapatero, cuando me he tenido que marchar para hacer una visita a una señora mayor (cuestiones de curro).
He salido de casa de la señora con una sensación extraordinaria. Paso de las chorradas arriba indicadas, a las cuales ya les dedicaré mi tiempo en mejor ocasión. Ahora quiero hablar de la señora en cuestión. Los pelos como escarpias se me han quedado al escuchar a la mujer contarme que era viuda desde hacía catorce años y que seguía queriendo a su marido igual que el primer día. Sus palabras se quebraban y no pudo la buena mujer reprimir las lágrimas. “Lo mejor de mi vida”, “el hombre más bueno del mundo”. No he podido dejar de sentir cierta envidia por ese fulano, que reposa en algún lugar y que le ha quedado la satisfacción de haber sido amado y haber amado. Pero amor del de verdad, del bueno, del que hace que uno pueda salvar cualquier obstáculo, por el que uno vive y muere, ese que hace que frente a la adversidad uno desenvaine la espada, se ponga el mundo por montera y con un sonoro “voto a tal” se entregue al lance con la seguridad de estar haciendo el bien, de saberse respaldado por el amor que entrega y que recibe, de saber que el mundo puede cambiar y que quiere que ese mundo cambie manteniéndose al lado del otro.
Me sentí relajado en la silla, y lo que suele ser una visita fugaz y de rutina, se convirtió en un fabuloso cuenta cuentos al que asistía como privilegiado invitado. Me contó que empezó a trabajar a los nueve años sirviendo a una familia de militares, que dejó de trabajar a los veintinueve cuando se casó “con el hombre más bueno del mundo”, que él ya padecía de los bronquios, pero que eso no fue un impedimento para su compromiso, que ha tenido un solo hijo que es, si cabe, más bueno que el padre, que su nuera es como su hija y que reza cada día para que nada malo les ocurra. En su relato se mezclaba el cansancio, la admiración, el respeto, la preocupación; capítulos de una vida intensa en la cual le mereció la pena embarcarse al lado de un compañero de viaje al que seguía teniendo al lado, más allá de la foto de recién casados, antigua y con ese color amarillento que imprime la luz sobre el papel con el paso del tiempo, le tenía y le tendrá a su lado hasta el día que nos diga “ahí os quedáis, que yo me voy con mi marido, que ese es mi sitio”.
Me marché de su casa pensando en todo lo que me había regalado, y no pude reprimir una sonrisa burlona, una mueca que dediqué a la vida que día a día procuramos complicarnos de una manera u otra, a través de ambiciones mundanas, de aspiraciones utópicas, de bocados de fantasía, de intolerancia inflexible, sin darnos cuenta, que todo ello no contribuirá a que nos amen, ni a amar, y si en vida no nos han amado, no nos recordarán, entonces si que morimos.
Suerte la tuya compadre, que sigues más vivo que muchos de los que se arrastran por los caminos de la vida.
He salido de casa de la señora con una sensación extraordinaria. Paso de las chorradas arriba indicadas, a las cuales ya les dedicaré mi tiempo en mejor ocasión. Ahora quiero hablar de la señora en cuestión. Los pelos como escarpias se me han quedado al escuchar a la mujer contarme que era viuda desde hacía catorce años y que seguía queriendo a su marido igual que el primer día. Sus palabras se quebraban y no pudo la buena mujer reprimir las lágrimas. “Lo mejor de mi vida”, “el hombre más bueno del mundo”. No he podido dejar de sentir cierta envidia por ese fulano, que reposa en algún lugar y que le ha quedado la satisfacción de haber sido amado y haber amado. Pero amor del de verdad, del bueno, del que hace que uno pueda salvar cualquier obstáculo, por el que uno vive y muere, ese que hace que frente a la adversidad uno desenvaine la espada, se ponga el mundo por montera y con un sonoro “voto a tal” se entregue al lance con la seguridad de estar haciendo el bien, de saberse respaldado por el amor que entrega y que recibe, de saber que el mundo puede cambiar y que quiere que ese mundo cambie manteniéndose al lado del otro.
Me sentí relajado en la silla, y lo que suele ser una visita fugaz y de rutina, se convirtió en un fabuloso cuenta cuentos al que asistía como privilegiado invitado. Me contó que empezó a trabajar a los nueve años sirviendo a una familia de militares, que dejó de trabajar a los veintinueve cuando se casó “con el hombre más bueno del mundo”, que él ya padecía de los bronquios, pero que eso no fue un impedimento para su compromiso, que ha tenido un solo hijo que es, si cabe, más bueno que el padre, que su nuera es como su hija y que reza cada día para que nada malo les ocurra. En su relato se mezclaba el cansancio, la admiración, el respeto, la preocupación; capítulos de una vida intensa en la cual le mereció la pena embarcarse al lado de un compañero de viaje al que seguía teniendo al lado, más allá de la foto de recién casados, antigua y con ese color amarillento que imprime la luz sobre el papel con el paso del tiempo, le tenía y le tendrá a su lado hasta el día que nos diga “ahí os quedáis, que yo me voy con mi marido, que ese es mi sitio”.
Me marché de su casa pensando en todo lo que me había regalado, y no pude reprimir una sonrisa burlona, una mueca que dediqué a la vida que día a día procuramos complicarnos de una manera u otra, a través de ambiciones mundanas, de aspiraciones utópicas, de bocados de fantasía, de intolerancia inflexible, sin darnos cuenta, que todo ello no contribuirá a que nos amen, ni a amar, y si en vida no nos han amado, no nos recordarán, entonces si que morimos.
Suerte la tuya compadre, que sigues más vivo que muchos de los que se arrastran por los caminos de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario