Inmaculada decide morir. No le he cambiado el título al libro de Paulo Coelho, y aunque en este caso, no se llame Verónika, hoy la protagonista es una mujer andaluza que se ha liberado de un lastre, su propia vida. El debate moral acerca de la eutanasia nos acompaña desde hace tiempo, en el caso de la eutanasia pasiva, parece que hay cierto consenso, ya que no causamos la muerte a nadie por acción, sino que lo que hacemos es no prolongarla de manera artificial. La eutanasia activa es otro cantar, que como siempre pasa, es tema sobre el que todos nos permitimos el lujo de opinar, sin ser capaces de empalizar lo más mínimo con los verdaderos afectados, imponiendo nuestro criterio moral, a la vida real.
Yo me alegro por Inmaculada, que así se llama la mujer que sacó su billete de ida y embarcó gustosa hacia algo que desconocía, pero que a todas luces se le antojaba mucho más apetecible que una vida amarrada a la cama. Ella quería morir y murió. Como debe ser. La vida es patrimonio exclusivo de uno mismo, y solo de forma individual se puede elegir entre hacer uso de ella, o pasar página. Ni la iglesia ni el estado, ni los diferentes grupos de presión que quieren satisfacer sus expectativas morales proyectando de forma impositiva un estilo de vida que ellos consideran adecuado, pueden hacerse valedores de la vida ajena, instructores de pensamiento único acerca de cómo cada cual debe vivir, y por supuesto morir. La dignidad es un sentimiento individual que cada uno calibra según sus propias vivencias. Para Inmaculada la dignidad en vida pasaba por dejar de padecer día a día su dolencia, y por desgracia solo había un camino, decidió libremente (no dudo que muchos soplagaitas mesiánicos entrarán a valorar el concepto “libremente” y si esta mujer estaba facultada para tomar en libertad semejante decisión) tomarlo, y en su muerte labró la dignidad que la había faltado en vida.
Inmaculada ha muerto para los que aquí se quedan y la quieren. Para ella, no ha hecho sino empezar el resto de su vida, ha zarpado en un barco en el que había querido navegar desde hacía diez años, y por fin ayer, se le permitió soltar amarras. Yo me alegro.
Yo me alegro por Inmaculada, que así se llama la mujer que sacó su billete de ida y embarcó gustosa hacia algo que desconocía, pero que a todas luces se le antojaba mucho más apetecible que una vida amarrada a la cama. Ella quería morir y murió. Como debe ser. La vida es patrimonio exclusivo de uno mismo, y solo de forma individual se puede elegir entre hacer uso de ella, o pasar página. Ni la iglesia ni el estado, ni los diferentes grupos de presión que quieren satisfacer sus expectativas morales proyectando de forma impositiva un estilo de vida que ellos consideran adecuado, pueden hacerse valedores de la vida ajena, instructores de pensamiento único acerca de cómo cada cual debe vivir, y por supuesto morir. La dignidad es un sentimiento individual que cada uno calibra según sus propias vivencias. Para Inmaculada la dignidad en vida pasaba por dejar de padecer día a día su dolencia, y por desgracia solo había un camino, decidió libremente (no dudo que muchos soplagaitas mesiánicos entrarán a valorar el concepto “libremente” y si esta mujer estaba facultada para tomar en libertad semejante decisión) tomarlo, y en su muerte labró la dignidad que la había faltado en vida.
Inmaculada ha muerto para los que aquí se quedan y la quieren. Para ella, no ha hecho sino empezar el resto de su vida, ha zarpado en un barco en el que había querido navegar desde hacía diez años, y por fin ayer, se le permitió soltar amarras. Yo me alegro.
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