Ayer te vi llorar. Estabas sentada en un banco esperando al metro. No tendrías más de dieciséis años. Según pasé a tu lado intentaste disimular y al sentarme un poco más lejos, sacaste corriendo un pequeño espejo e intentaste disimular el rojo de sus ojos. Lo que no disimulaste fue la pena. Ibas arreglada, como van los chicos y chicas de esa edad cuando quieren que se sepa que están ahí. Una cinta en el pelo, seguro que a una distancia perfectamente estudiada, con un flequillo inmaculado.
Sin embargo me fijé en tu pena. No me gusta ver a la gante llorar, y por alguna reminiscencia machista y fascista (me lo digo yo por si alguien pensaba rebatirme) no soporto ver llorar a una mujer. Pensé en la pena que podía tenerte abatida. “Un novio” me dije recurriendo a lo fácil. Tú, que tan cuidadosamente te habías pertrechado con tus mejores galas, no conseguiste atraer la atención de algún imbécil. A lo mejor no era eso. Una discusión, unas palabras mal dirigidas a tu madre, tu padre, una amiga. No, a una amiga no, a tu amiga, esa figura que representa el escuadrón con el que a todo te enfrentas, esa confidente a la que un día la hieres de palabra o acción y piensas que todo ha acabado. Quizás un suspenso, un castigo en el instituto o alguna situación de las que te mortifican socialmente entre tu grupo.
No lo se, y creo que en alguna ocasión he hablado de la grandeza de la adolescencia, de esas penas que nos arrastran a lo más profundo del abismo, de esos amores que serán eternos, de esos amigos con los que nos enfrentaríamos a la misma muerte si con ello sellamos nuestro pacto de lealtad. Es la vida en formato superlativo, es al fin y al cabo un volcán de emociones, es pasión, odio y amor, llanto y risa, es riqueza y miseria, es querer y hacer, es velocidad, es no poder detenerse ante un despertar a los estímulos.
Y tu ayer lloraste unas lágrimas pesadas, que enrojecieron tus ojos, y quizás aún no sabes que vas a llorar un montón, que seguro que esa pena te lastrará unos días y después reirás, reirás y volverás a llorar, porque esa grandeza que empiezas a sentir, esa vorágine de emociones que te marean hasta querer arrancarlas a golpes, esa es la grandeza de la vida, de tu vida. Disfrútalas, porque el día que no lo hagas te hundirás con ellas.
Sin embargo me fijé en tu pena. No me gusta ver a la gante llorar, y por alguna reminiscencia machista y fascista (me lo digo yo por si alguien pensaba rebatirme) no soporto ver llorar a una mujer. Pensé en la pena que podía tenerte abatida. “Un novio” me dije recurriendo a lo fácil. Tú, que tan cuidadosamente te habías pertrechado con tus mejores galas, no conseguiste atraer la atención de algún imbécil. A lo mejor no era eso. Una discusión, unas palabras mal dirigidas a tu madre, tu padre, una amiga. No, a una amiga no, a tu amiga, esa figura que representa el escuadrón con el que a todo te enfrentas, esa confidente a la que un día la hieres de palabra o acción y piensas que todo ha acabado. Quizás un suspenso, un castigo en el instituto o alguna situación de las que te mortifican socialmente entre tu grupo.
No lo se, y creo que en alguna ocasión he hablado de la grandeza de la adolescencia, de esas penas que nos arrastran a lo más profundo del abismo, de esos amores que serán eternos, de esos amigos con los que nos enfrentaríamos a la misma muerte si con ello sellamos nuestro pacto de lealtad. Es la vida en formato superlativo, es al fin y al cabo un volcán de emociones, es pasión, odio y amor, llanto y risa, es riqueza y miseria, es querer y hacer, es velocidad, es no poder detenerse ante un despertar a los estímulos.
Y tu ayer lloraste unas lágrimas pesadas, que enrojecieron tus ojos, y quizás aún no sabes que vas a llorar un montón, que seguro que esa pena te lastrará unos días y después reirás, reirás y volverás a llorar, porque esa grandeza que empiezas a sentir, esa vorágine de emociones que te marean hasta querer arrancarlas a golpes, esa es la grandeza de la vida, de tu vida. Disfrútalas, porque el día que no lo hagas te hundirás con ellas.
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