El otro día estuve en el zoo. Llevé a mi hijo pequeño. Nada más entrar le sobrevino una emoción de esas que a los padres nos deja en un estado de babeo catatónico durante el cual el mundo podría venirse abajo y no nos daríamos ni cuenta. El caso es que mi enano se lo pasó en grande, corriendo de un lado para otro entre “aaalaaaa” para aquí y “aaalaaaa” para allá, en cambio a mi me entró una sensación de extraño sabor agridulce. Me pregunto donde están los activistas contra el maltrato animal que no protestan contra estas especies de Guantánamo para animales. Secuestrar a toda clase de bichos en minúsculas jaulas para esparcimiento de los humanos me parece de todo menos eso, humano.
Creo que fue en el espacio dedicado a los chimpancés donde se me escapó un “mira que aburrido está el pobre” al ver a un chimpancé apoyado en el cristal con cara de “menudo coñazo de vida la mía”. Mi hijo me miró y me espetó un “¿porqué papi?”, a lo cual le dije que era porque tenía poco sitio para jugar. Me hubiera gustado decirle que era porque, no solo tenía poco sitio para jugar, sino que además ya no sabía relacionarse con otros animales, no sabía conseguir alimentos por su cuenta, debía de estar hasta el hipotálamo de ver pasar gente todo el día maravillados con su cautiverio. Pero mi hijo estaba contento, muy contento y emocionado, porque para él no había confinamiento, no había tortura animal, solo estaban todos esos animales que inundan mi salón en formato plástico y con los que se pasa el día hablando y jugando. Y no era yo el que le fuera a desbaratar su ilusión.
Mi hermana se preguntaba cuantos electrochoks (o como diantre se escriba el palabro) habrían dado a los leones marinos para que bailaran al ritmo de la música machacona o para que aplaudieran después de recibir una sardinilla. Y yo me preguntaba que porque no nos darán unos cuantos de esos electrochoks en los güevos a nosotros, por permitir y propiciar que destrocen la vida de los animales confinados en el zoo.
Creo que fue en el espacio dedicado a los chimpancés donde se me escapó un “mira que aburrido está el pobre” al ver a un chimpancé apoyado en el cristal con cara de “menudo coñazo de vida la mía”. Mi hijo me miró y me espetó un “¿porqué papi?”, a lo cual le dije que era porque tenía poco sitio para jugar. Me hubiera gustado decirle que era porque, no solo tenía poco sitio para jugar, sino que además ya no sabía relacionarse con otros animales, no sabía conseguir alimentos por su cuenta, debía de estar hasta el hipotálamo de ver pasar gente todo el día maravillados con su cautiverio. Pero mi hijo estaba contento, muy contento y emocionado, porque para él no había confinamiento, no había tortura animal, solo estaban todos esos animales que inundan mi salón en formato plástico y con los que se pasa el día hablando y jugando. Y no era yo el que le fuera a desbaratar su ilusión.
Mi hermana se preguntaba cuantos electrochoks (o como diantre se escriba el palabro) habrían dado a los leones marinos para que bailaran al ritmo de la música machacona o para que aplaudieran después de recibir una sardinilla. Y yo me preguntaba que porque no nos darán unos cuantos de esos electrochoks en los güevos a nosotros, por permitir y propiciar que destrocen la vida de los animales confinados en el zoo.
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