Tenía previsto reflexionar acerca del mercadeo nacional con el tema del “pay per children”, es decir, de “¡Atención, señores y señoras, tengo el niño a 2.500 €!, vamos que lo tiramos, que lo regalamos…”, pero lo dejaré para más adelante, porque esto va a traer cola.
Cambio de tema porque esta mañana he sufrido una experiencia que me ha traumatizado. Una vez más he sido víctima del transporte público. No sabía si iba camino del trabajo o de un horno crematorio. A puntito he estado de cortarme el pelo en el vagón del metro para hacer mantas y ahorrarles el trámite a los verdugos. Lo hubiera hecho si hubiera podido levantar los brazos, pero es que ni eso. Cuando digo que esta mañana me ha costado sudores venir al trabajo, lo digo literal. Lo que pasa es que mi sudor se lo he plantado a otro ser humano, el cual ha tenido a bien prestarme el suyo a lo largo del brazo. Que asco. Insisto, un asco de morirse.
Situación: Siete y media de la mañana. El metro en una localidad a las afueras de Madrid con dirección a la capital. Ya el andén promete. Está hasta las trancas, pero uno confía en su buena suerte ya que me encuentro en la segunda parada de la línea. Llega el convoy. Parezco imbécil. Tanto tiempo cogiendo el metro y aún me hago ilusiones. Con el transporte público de Madrid mantengo una relación bipolar de amor-odio. A ratos lo valoro mucho y a ratos me dan ganas de inmolarme en un descampado al grito de “mecagüentodo”. El caso es que me meto en el vagón como puedo y hasta la siguiente estación tengo un poco de hueco incluso para desplegar el periódico con artes circenses. En un momento dado me giro para ver la gente que entra lo que hace que le incruste mi mochila a una mujer extremadamente bajita que va a mi lado. Me lanza una mirada de esas que hacen que me den ganas de ponerme a sus pies e implorar clemencia. Seguimos avanzando. Entra una mujer con su hijo. Creo reconocer una cabecilla por ahí abajo. Me pregunto como respirará el crío. Hace rato que de cuello para abajo soy sudor y calor, y la cabeza se debate entre el sofoco y el aire acondicionado que me congela las pestañas. Me pregunto si llevar al niño en esas condiciones se considera malos tratos.
Para maltrato el de la torda de al lado. Ésta es enorme, que mal repartido esta el mundo. Si hubieran hecho la media con la víctima de mi mochila, tendríamos dos tías normales. El caso es que mi vecina mostrenca lleva la música a todo trapo. Genial. Además de sentir como se me pega el sudor del tío de la izquierda, así, rollito erótico festivo, brazo contra brazo, tengo que aguantar el Mambo Nº 5 con el que Golliath me taladra las meninges. Creo que estaba a punto de perder el conocimiento, no se si por el agobio, o porque decidí dejar de respirar a los cinco minutos de entrar en el metro y veinte minutos sin ejercitar los pulmones cansa un güevo. El caso es que justo antes de desfallecer llegué a la primera etapa de mi trayecto. Ya solo me quedaba coger otro tren y un autobús.
La verdad es que para mi satisfacción personal el resto del viaje transcurrió sin demasiados problemas. Por supuesto que en el segundo trayecto en metro no pude sentarme, pero tenía un metro cuadrado entero para mi solo, que proporcionalmente y en esa situación, viene a ser como correr desnudo por una pradera verde de Asturias, entre vaques y sobaos pasiegos.
Así que aquí estoy, he sobrevivido y me siento feliz por ello, estas experiencias “al filo de lo imposible” hacen que uno vea la vida de otra manera. Como he visto el final tan cerca y me he dado cuenta de que hay que disfrutar cada segundo, no quiero despedirme sin deciros cuanto os quiero, y que seguiré luchando cada día en esto que llaman transporte público de calidad, con el móvil en la mano y el 112 marcado. Suerte.
Cambio de tema porque esta mañana he sufrido una experiencia que me ha traumatizado. Una vez más he sido víctima del transporte público. No sabía si iba camino del trabajo o de un horno crematorio. A puntito he estado de cortarme el pelo en el vagón del metro para hacer mantas y ahorrarles el trámite a los verdugos. Lo hubiera hecho si hubiera podido levantar los brazos, pero es que ni eso. Cuando digo que esta mañana me ha costado sudores venir al trabajo, lo digo literal. Lo que pasa es que mi sudor se lo he plantado a otro ser humano, el cual ha tenido a bien prestarme el suyo a lo largo del brazo. Que asco. Insisto, un asco de morirse.
Situación: Siete y media de la mañana. El metro en una localidad a las afueras de Madrid con dirección a la capital. Ya el andén promete. Está hasta las trancas, pero uno confía en su buena suerte ya que me encuentro en la segunda parada de la línea. Llega el convoy. Parezco imbécil. Tanto tiempo cogiendo el metro y aún me hago ilusiones. Con el transporte público de Madrid mantengo una relación bipolar de amor-odio. A ratos lo valoro mucho y a ratos me dan ganas de inmolarme en un descampado al grito de “mecagüentodo”. El caso es que me meto en el vagón como puedo y hasta la siguiente estación tengo un poco de hueco incluso para desplegar el periódico con artes circenses. En un momento dado me giro para ver la gente que entra lo que hace que le incruste mi mochila a una mujer extremadamente bajita que va a mi lado. Me lanza una mirada de esas que hacen que me den ganas de ponerme a sus pies e implorar clemencia. Seguimos avanzando. Entra una mujer con su hijo. Creo reconocer una cabecilla por ahí abajo. Me pregunto como respirará el crío. Hace rato que de cuello para abajo soy sudor y calor, y la cabeza se debate entre el sofoco y el aire acondicionado que me congela las pestañas. Me pregunto si llevar al niño en esas condiciones se considera malos tratos.
Para maltrato el de la torda de al lado. Ésta es enorme, que mal repartido esta el mundo. Si hubieran hecho la media con la víctima de mi mochila, tendríamos dos tías normales. El caso es que mi vecina mostrenca lleva la música a todo trapo. Genial. Además de sentir como se me pega el sudor del tío de la izquierda, así, rollito erótico festivo, brazo contra brazo, tengo que aguantar el Mambo Nº 5 con el que Golliath me taladra las meninges. Creo que estaba a punto de perder el conocimiento, no se si por el agobio, o porque decidí dejar de respirar a los cinco minutos de entrar en el metro y veinte minutos sin ejercitar los pulmones cansa un güevo. El caso es que justo antes de desfallecer llegué a la primera etapa de mi trayecto. Ya solo me quedaba coger otro tren y un autobús.
La verdad es que para mi satisfacción personal el resto del viaje transcurrió sin demasiados problemas. Por supuesto que en el segundo trayecto en metro no pude sentarme, pero tenía un metro cuadrado entero para mi solo, que proporcionalmente y en esa situación, viene a ser como correr desnudo por una pradera verde de Asturias, entre vaques y sobaos pasiegos.
Así que aquí estoy, he sobrevivido y me siento feliz por ello, estas experiencias “al filo de lo imposible” hacen que uno vea la vida de otra manera. Como he visto el final tan cerca y me he dado cuenta de que hay que disfrutar cada segundo, no quiero despedirme sin deciros cuanto os quiero, y que seguiré luchando cada día en esto que llaman transporte público de calidad, con el móvil en la mano y el 112 marcado. Suerte.
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