Suena el despertador. Me levanto. Odio levantarme. Es como si sintiera un golpe de luz en mi cara soñolienta. Ah, no es como, es que he dormido con la ventana abierta. No se porque lo hago. En mi casa la palabra “corriente” no existe. El aire yace vegetativo esperando que alguna ayuda le haga maniobrar. Me rasco. Así, en general, pero a lo bestia, primitivo. Espalda y torso. Me arrastro hasta la cocina y empiezo con la maniobra de reanimación. Tarro de café, tarro de azúcar, leche y taza. Aborto la operación temporalmente para dedicarme a recoger todo lo que he tirado por ahí. Es lo que tiene no despegar los ojos antes de preparar el desayuno. Friego los cúmulos y estratos de leche del suelo, limpio el azúcar y el café espolvoreado por la encimera. Y como colofón pasó esa bayeta que parece una reliquia de la sábana santa por el cerco que deja el fondo de la taza, normalmente un circulo incompleto de mi leche favorita. Ya voy mal de tiempo. Es que no aprendo. No se que alienación cósmica rige mis despertares que cuanto más prisa me doy, menos me cunde el tiempo. Lo llamo el efecto “Momo”. Estoy seguro que si desayunara después de cenar y empezara a prepararme a las doce de la noche, saldría igualmente tarde de casa. Te lo juro de verdad. Donde estaba, que mi mente es un espíritu libre y se dispersa. Vale, si. Mientras irradio el café en el microondas (no se como no estamos todos muertos) me ducho. Este paso es fundamental y garantiza mi supervivencia diaria. No tanto por la limpieza, sino porque se va por el sumidero mi pereza y parte de mi lengua viperina que maldice en arameo y se lamenta de estar vivo para madrugar. Ahora no me seco mucho, así contrarresto la ausencia de aire y la temperatura demencial para la hora que es. Ríete tu del deshielo de los polos. Una mierda. El cambio climático ha empezado en mi casa. Mi lengua recibe su merecido correctivo por las lindezas que profiere. Me la calcino con el café. Vuelvo a las andadas y un torrente de exabruptos emana de mi boca mientras la lengua se reconforta debajo del grifo. Lo demás ocurre en un instante. Casi sin darme cuenta. Soy capaz de vestirme sin pensar en ello, casi inconsciente. Estoy convencido que un día me voy desnudo de casa y me doy cuenta en el metro. Confirmo que llevo todo lo importante, es decir, el abono transportes, cierro la puerta a mi espalda y enfilo escaleras abajo con la sensación de haberme despertado hace cuatro días y tener una vida entera encerrada en algún lugar de la casa que todavía no he encontrado.
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