He reparado en él nada mas entrar en el vagón. Sesenta y muchos, corpulento, con buena planta. Una barba canosa y un gesto castigado. Camisa, corbata, chaleco, chaqueta y abrigo, todo coronado con un sombrero. La ropa vieja pero cuidada, con esa clase y dignidad propia de los que tienen algo que contar y nunca saben cuando será su turno. Sentado en una esquina del vagón se apoyaba en un bastón, de esos de campo, muy a juego con el caballero que lo empuñaba. Alrededor los demás, os podéis hacer una idea, viernes noche, pedo moteros enchunchundados, niñas escuálidas a medio camino entre Cristina Aguilera y Britney Spears, parejas cogidas de la mano y un servidor, que para que os voy a contar. Me gustó verle ahí sentado, como un señor, pero uno va a su aire, y tampoco es plan de quedarse mirando al respetable, así que me senté y me puse a leer.
Estaba absorto con las peripecias de Fidel Castro, Raúl, el Ché y los demás guajiros en Sierra Maestra, cunando un pequeño trozo de papel se posó sobre la página que leía. Alcé la mirada y le vi a él. Con todo su porte se estaba recorriendo el vagón dejando pequeños trozos de papel a los viajeros. En ellos, poemas, desconozco si escritos por el mismo, pero quiero creer que si. Tras el último verso, la correspondiente firma y un escueto “Agradezco su voluntad”. Leí con atención lo que contenían aquellas letras, pero lejos de impactarme el mensaje, lo hizo el mensajero. De pronto volví a creer en la dignidad, en la capacidad de afrontar los vericuetos de la existencia con entereza, me fijé en ese caballero (léase con todas las letras), ya mayor, poeta sin castillo ni corcel, que lejos de amilanarse ante los molinos de viento que son a veces esta vida perra, paseaba su dignidad por el suburbano de una gran ciudad, regalando trozos de su corazón, de su vida, de él.
Busqué corriendo unas monedas en el bolsillo y se las puse en una mano marcada por el paso del tiempo. No lo hice como limosna, ni siquiera por considerar que se lo merecía. Lo hice en señal de agradecimiento, de admiración, y con la esperanza de que el día que se planten ante mí esos molinos, sepa cabalgar con el aplomo y la integridad con la que esta noche lo ha hecho mi compadre, el poeta.
Estaba absorto con las peripecias de Fidel Castro, Raúl, el Ché y los demás guajiros en Sierra Maestra, cunando un pequeño trozo de papel se posó sobre la página que leía. Alcé la mirada y le vi a él. Con todo su porte se estaba recorriendo el vagón dejando pequeños trozos de papel a los viajeros. En ellos, poemas, desconozco si escritos por el mismo, pero quiero creer que si. Tras el último verso, la correspondiente firma y un escueto “Agradezco su voluntad”. Leí con atención lo que contenían aquellas letras, pero lejos de impactarme el mensaje, lo hizo el mensajero. De pronto volví a creer en la dignidad, en la capacidad de afrontar los vericuetos de la existencia con entereza, me fijé en ese caballero (léase con todas las letras), ya mayor, poeta sin castillo ni corcel, que lejos de amilanarse ante los molinos de viento que son a veces esta vida perra, paseaba su dignidad por el suburbano de una gran ciudad, regalando trozos de su corazón, de su vida, de él.
Busqué corriendo unas monedas en el bolsillo y se las puse en una mano marcada por el paso del tiempo. No lo hice como limosna, ni siquiera por considerar que se lo merecía. Lo hice en señal de agradecimiento, de admiración, y con la esperanza de que el día que se planten ante mí esos molinos, sepa cabalgar con el aplomo y la integridad con la que esta noche lo ha hecho mi compadre, el poeta.
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