El cruel destino del dueto desafinado es desaparecer como consorte de algo que no era nada, una imagen difusa gastada con el paso del tiempo. Tal había sido el resplandor de los primeros días, que la misma luz que les dio cobijo terminó por amarillear su piel y sus corazones, dejando al descubierto vergüenzas, trampas y llagas que no cicatrizaban al estar expuestas a la tormenta.
Las retinas proyectaban hologramas de lo que podría ser, sin ser, y sus cuerpos se tocaban en un último y desesperado esfuerzo por asirse a una realidad que se escapaba, cumpliendo la peor de las sentencias, que no era sino saber que no podría ser lo que había sido, y pese a todo la dueto desafinado remaba, remaba hacia un eclipse del que apenas se vislumbraban los bordes. A ellos dirigían sus manos gastadas, unas manos que no alcanzaban, unas manos descoloridas y tristes, como cansadas de los acordes que ya no tocaban.
Las retinas proyectaban hologramas de lo que podría ser, sin ser, y sus cuerpos se tocaban en un último y desesperado esfuerzo por asirse a una realidad que se escapaba, cumpliendo la peor de las sentencias, que no era sino saber que no podría ser lo que había sido, y pese a todo la dueto desafinado remaba, remaba hacia un eclipse del que apenas se vislumbraban los bordes. A ellos dirigían sus manos gastadas, unas manos que no alcanzaban, unas manos descoloridas y tristes, como cansadas de los acordes que ya no tocaban.
Y los labios pedían agua y recibían sed, el dueto desafinado ya no sabía besar y parecía que a lo lejos, lo que cabalgaba hacia el horizonte haciéndose diminuto hasta ser un punto indefinido, era su capacidad para luchar, para amar, para recordar. El dueto quiso cantar. Y es que sus labios secos no podían hacerlo, porque no ya no sabían besar.
Y cuando el dueto me miró, me vi solo. Solo yo, mirándome al espejo. Y sin embargó no me encontré.
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