Otro 20-N y siempre la misma copla. Los nostálgicos de la dictadura y la represión haciendo gala de toda su parafernalia y discursos retrógrados e imbéciles. No deja de ser curioso el hecho de que en un régimen como el que añoran nunca hubieran podido hacer público su fervor hacia unas tendencias diferentes, lo cual significan que utilizan las herramientas de libertad que propugna la democracia para jalear precisamente contra todo lo que ésta representa.
Atuendos azules, en honor a la falange, banderas con pollo frito, y cánticos de la época más oscura de la España reciente. Lo que defienden, como lo hace el PP dentro de los cauces normalizados de la vida política, no deja de ser un nacionalismo exacerbado que en nada difiere con los que propugnan vascos, catalanes, gallegos, andaluces, valencianos, mallorquines y oriundos de la pedanía de Villacostrense del Coñazón. Familias que en un ejercicio de irresponsabilidad sin tregua educan a sus vástagos en la exaltación de lo propio y en la diferencia con el otro, no desde el punto de vista de la toma de conciencia de la propia identidad, lo cual no sería reprochable, sino en cuanto a la necesidad de marcar distancias con aquellos que supuestamente son diferentes por cuestiones históricas.
No se si es porque soy de Madrid, ciudad acogedora de todos los orígenes y procedencias, donde encontramos representación de todos las comunidades autónomas, y poco a poco ciudadanos de muchos países del mundo, o porque he tenido la fortuna de viajar mucho, conocer gente distinta, pero tengo la certeza de que pocas o ninguna cosa debería separar a los que, de manera obvia pero no excluyente, son diferentes.
Mientras se mantenga el discurso de la identidad nacional como herramienta política de descrédito hacia el adversario, este país de lamentos, riñas y mercachifles con traje y corbata se va poco a poco a la mierda. El que me quiera convencer de que tengo que fruncir el ceño y enseñar los dientes al murciano, al vasco, al francés o al negrito del Serengueti, lo lleva crudo, porque yo ladro y muerdo al fascista, al que extiende su mazo de intolerancia con el ánimo de destruir al supuesto extranjero, el que mira mi errehache para ver si soy digno de entrar en su casa. Para todos ellos, que os den por el mismísimo sentido patrio, me da igual que os llaméis Arzallus, Txapote, Acebes, Ynestrillas, Rovira o Montilla, os consumiréis en vuestra ignorancia y desconocimiento y yaceréis en una tierra tan vuestra como mía con la losa de la historia encima, cargada de rencor, odio y seguro, espero, olvido.
Atuendos azules, en honor a la falange, banderas con pollo frito, y cánticos de la época más oscura de la España reciente. Lo que defienden, como lo hace el PP dentro de los cauces normalizados de la vida política, no deja de ser un nacionalismo exacerbado que en nada difiere con los que propugnan vascos, catalanes, gallegos, andaluces, valencianos, mallorquines y oriundos de la pedanía de Villacostrense del Coñazón. Familias que en un ejercicio de irresponsabilidad sin tregua educan a sus vástagos en la exaltación de lo propio y en la diferencia con el otro, no desde el punto de vista de la toma de conciencia de la propia identidad, lo cual no sería reprochable, sino en cuanto a la necesidad de marcar distancias con aquellos que supuestamente son diferentes por cuestiones históricas.
No se si es porque soy de Madrid, ciudad acogedora de todos los orígenes y procedencias, donde encontramos representación de todos las comunidades autónomas, y poco a poco ciudadanos de muchos países del mundo, o porque he tenido la fortuna de viajar mucho, conocer gente distinta, pero tengo la certeza de que pocas o ninguna cosa debería separar a los que, de manera obvia pero no excluyente, son diferentes.
Mientras se mantenga el discurso de la identidad nacional como herramienta política de descrédito hacia el adversario, este país de lamentos, riñas y mercachifles con traje y corbata se va poco a poco a la mierda. El que me quiera convencer de que tengo que fruncir el ceño y enseñar los dientes al murciano, al vasco, al francés o al negrito del Serengueti, lo lleva crudo, porque yo ladro y muerdo al fascista, al que extiende su mazo de intolerancia con el ánimo de destruir al supuesto extranjero, el que mira mi errehache para ver si soy digno de entrar en su casa. Para todos ellos, que os den por el mismísimo sentido patrio, me da igual que os llaméis Arzallus, Txapote, Acebes, Ynestrillas, Rovira o Montilla, os consumiréis en vuestra ignorancia y desconocimiento y yaceréis en una tierra tan vuestra como mía con la losa de la historia encima, cargada de rencor, odio y seguro, espero, olvido.
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