Que
digo yo que ando un poco oxidado últimamente con el blog, que no será por falta
de temas, que solo la delegada de gobierno en Madrid me da chicha para tres
decenios. Pero debe ser desidia, o pereza o que no me sale de los huevos. Una
de las tres, o las tres a la vez. También es cierto que ando en otros fregados,
que no necesariamente me motivan más pero que si requieren un mayor compromiso
y obligación.
Así
que vuelvo a los ruedos sin críticas ni lanzallamas. No voy a hablar de
política, ni de políticos, ni de mangantes, ni delegadas del desgobierno. Hoy no
quiero desalinearme los chacras con gentuza, por varios motivos, entre otros
que he tenido unos días de asueto en los que me he equilibrado bastante. Ya se
me pasará, no os preocupéis (ni que lo estuvieráis), que en breve me calzo de
nuevo la azada y no dejo títere con cabeza.
Pero
la razón fundamental y sobre lo que me quiero centrar es la lección de
integridad y superación que me arreó el otro día un chaval. El chico que no
llega a los veinte años tiene una discapacidad jodida, de las que se notan. Y
mucho. Y supongo que toda la vida habrá arrastrado un sinfín de prejuicios,
miradas de lástima, incómodas, pero cuando estaba yo ensimismado con ese tipo
de problemas que le afectan a uno, y que sin dejar de ser gran cosa, le
atormentan, llega este muchacho y me regala tres cuartos de hora de sonrisa y
conversación variada. Eso si, con la inestimable ayuda de su madre que apoyaba
la conversación con la pertinente traducción a lenguaje de signos. Y me cuenta
que estudia, que quiere hacer una carrera universitaria, que tiene un blog en
Internet… Lo cargo en el ordenador y me lo enseña orgulloso. Y me cuenta como
cada día consigue realizar nuevas tareas de manera autónoma, y como su madre es
muy pesada por espiarle preocupada, preocupación que no nace de la desconfianza
sobre sus capacidades, sino por los miedos que tienen las madres. Y todo ello
lo hace el chico con una sonrisa de oreja a oreja, irradiando buen rollo y
felicidad.
Y
a mí de primeras me cae como una hostia con la palma abierta. Como si me dijera
“eres imbécil chaval, esa cara de preocupación y no aprovechar las herramientas
que te da la vida. Pues te va a pasar de largo, y el día que te toque apearte
vas a estar muy feo con esa mueca triste.” Y la verdad que tenía razón, e hice
un esfuerzo para que no se me cayera la lágrima, porque lejos de darme pena, el
chico me daba envidia, y pensé que si en ese momento había alguien con una
discapacidad en aquella sala, ese era yo.
Así
que disfruté como un enano con su conversación, pero sobretodo con su actitud,
con su manera de vivir, con su ilusión por superarse. Y aunque soy de los que
piensan que tengo legítimo derecho a quejarme aunque haya gente que viva peor,
en aquel momento fui feliz, y agradecido con todo lo que me rodea, con mi hijo,
mi chica, mi familia y mi gente (nunca lo pierdo de vista, pero a veces pudiera
parecer que se me olvidan las grandezas que me rodean…), fui feliz por darme
cuenta de lo que tengo. Pero sobretodo fui muy feliz por haber tenido el
privilegio de conocer a este chico que me regaló un zarandeo de los buenos con
la mejor de sus sonrisas.
1 comentario:
Turula sin duda siempre podremos que decir que le damos en ocasiones valia a cosas que no las tienen y por supuesto los pequeños detalles que pueden hacernos felices os pasamos por alto, en fin espero que vuelvas fuerte, andamos todos liados por lo visto en mas cosas que en nuestras ganas de reir, ;) saludos desde mis mundos
Publicar un comentario