Esta mañana me he ido al mercado. Me encanta ir al mercado, sobretodo un día de diario por la mañana. El barrio tiene otro aspecto, como una vida paralela diametralmente opuesta a la de la tarde, y no digo a por la noche.
Ahí iba yo con mi carrito de la compra cuando oigo el grito de una gitana, una gitana de esas que si te echa un mal de ojo te deja cuan menos preocupado, “¡la bolsa de ajos rojos a un euro!”. Me encantan estas estampas tan españolas, tan de andar por casa. Paso al lado de la gitana y me grita en la oreja “¡vamos machote, la bolsa de ajos rojos a un euro, machote, que te da fuerza!”. Machote. Miro a mi alrededor y no hay nadie más. Me ha llamado machote, a mí. Tentado he estado de comprarle tres docenas de bolsas por el cumplido.
Subo a mi frutería, a mi frutero y mientras escojo género se cruza en mi estupenda mañana una torda imbécil de los cojones, de esas con pinta de altiva, que va de señorona pero que nunca lo ha sido, y lo que tiene es pinta de amargada. Le ha hablado a mi frutero como si fuera su esclavo. A mi frutero, el que me dice siempre amable “hola joven ¿Qué tal va todo?” o “¿Cómo está el niño?”. Entre lo de machote y lo de joven ando algo crecidito hoy. Le ha pagado y le ha dicho “anda dame cincuenta” cuando en realidad las vueltas eran cuarenta y cinco. Y la torda dice que cincuenta. Cincuenta bofeteadas con la palma abierta es lo que yo te daba. En fin que estaba yo acumulando ira gratuita cuando una viejecilla ha dicho algo así como que a ella le gustaban los plátanos duros y todo el mal rollo se ha esfumado de repente para dejar espacio a una sonrisa maliciosa. Gracias señora, salvó usted a servidor de la ira.
Después que si pollo, que si vuelvo paseando parándome a hablar con las del estanco (todos llevamos una maruja de barrio dentro), paso por la farmacia. Hago un parón porque esta farmacia es demasiado, tiene una piedra tallada en un lateral donde está inscrito en plan del año de Maricastaña “Señor aparta de mi lo que me aleja de ti”. Y medio metro más allá, al lado de la puerta una máquina de condones. Con dos cojones.
En cuanto llego al portal veo las escaleras (hace cien años no se estilaban los ascensores), miro el carrito, miro las escaleras, miro el carrito y me cago en la compra, en las escaleras, en mi casero y en la gitana que debió insistir más en lo de los ajos, porque en ese momento me hacían falta ajos rojos y de todos los colores.
Ahí iba yo con mi carrito de la compra cuando oigo el grito de una gitana, una gitana de esas que si te echa un mal de ojo te deja cuan menos preocupado, “¡la bolsa de ajos rojos a un euro!”. Me encantan estas estampas tan españolas, tan de andar por casa. Paso al lado de la gitana y me grita en la oreja “¡vamos machote, la bolsa de ajos rojos a un euro, machote, que te da fuerza!”. Machote. Miro a mi alrededor y no hay nadie más. Me ha llamado machote, a mí. Tentado he estado de comprarle tres docenas de bolsas por el cumplido.
Subo a mi frutería, a mi frutero y mientras escojo género se cruza en mi estupenda mañana una torda imbécil de los cojones, de esas con pinta de altiva, que va de señorona pero que nunca lo ha sido, y lo que tiene es pinta de amargada. Le ha hablado a mi frutero como si fuera su esclavo. A mi frutero, el que me dice siempre amable “hola joven ¿Qué tal va todo?” o “¿Cómo está el niño?”. Entre lo de machote y lo de joven ando algo crecidito hoy. Le ha pagado y le ha dicho “anda dame cincuenta” cuando en realidad las vueltas eran cuarenta y cinco. Y la torda dice que cincuenta. Cincuenta bofeteadas con la palma abierta es lo que yo te daba. En fin que estaba yo acumulando ira gratuita cuando una viejecilla ha dicho algo así como que a ella le gustaban los plátanos duros y todo el mal rollo se ha esfumado de repente para dejar espacio a una sonrisa maliciosa. Gracias señora, salvó usted a servidor de la ira.
Después que si pollo, que si vuelvo paseando parándome a hablar con las del estanco (todos llevamos una maruja de barrio dentro), paso por la farmacia. Hago un parón porque esta farmacia es demasiado, tiene una piedra tallada en un lateral donde está inscrito en plan del año de Maricastaña “Señor aparta de mi lo que me aleja de ti”. Y medio metro más allá, al lado de la puerta una máquina de condones. Con dos cojones.
En cuanto llego al portal veo las escaleras (hace cien años no se estilaban los ascensores), miro el carrito, miro las escaleras, miro el carrito y me cago en la compra, en las escaleras, en mi casero y en la gitana que debió insistir más en lo de los ajos, porque en ese momento me hacían falta ajos rojos y de todos los colores.
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