Son las ocho y media de la mañana y odio a la humanidad, me pone enfermo que la gente sea feliz y no le echo las manos al cuello a la Espe porque no la tengo a mano. Ayer me quedé tirado con el coche, tuve que llamar a la grúa y solo llegué una hora tarde a recoger a mi hijo. Hasta ahí no veréis muy clara la relación con la presidenta de esta nuestra comunidad.
Pues ahí va. Quede dicho de antemano que mi terapeuta está seguro que verbalizar mis frustraciones (y últimamente tengo unas cuantas) me hará mirar hacia delante. Esta mañana me despierto diez minutos antes. Me ducho, mientras me tomo el café, me lavo los dientes mientras me visto, me calzo mientras friego la taza del desayuno (¿no cuela esto último no?, venga va, que es coña, nunca friego por la mañana) y salgo disparado por la puerta camino de mi entrañable y querida obligación laboral. Por supuesto que como ser aplicado que soy, el cual odia por encima de muchas cosas la impuntualidad, ayer estuve repasando minuciosamente los horarios de los diferentes buses que me podían llevar al curro.
Primera fase del vía crucis. Debo recorrer cinco estaciones de metro, que finalmente se convierten en tiempo en algo similar a haber dado la vuelta a los cinco continentes. Nada más llegar me las prometía felices. Llego al andén justo cuando hace entrada mi tren, y además está medio vacío, menuda suerte. Los cojones. Cinco estaciones, diez paradas del vagón. Veinte minutos para recorrer un trayecto en el cual no se debiera invertir más de diez. Me armo de paciencia, me quito la chaqueta y abro el periódico. Calma Ignacio.
Llego a Moncloa. Tentado estoy en abrirme paso a machetazos entre lo que parecen juncos apiñados en los vestíbulos del intercambiador. Afortunadamente reconozco en esos juncos formas humanoides y envaino mi espada. Cuando llego a las dársenas (bonita palabra ¿eh?) tres colas de seres humanos dormidos y disciplinados en cada punto de parada hacen que me sienta un poco perdido. En los scouts no me prepararon para esto y ahora me pregunto de qué coño me sirve ahora saber hacer fuego con dos piedras o encontrar la salvación a través de un mapa del ejército. Por supuesto que pese a todo llego a la parada en tiempo para coger el autobús previsto, soy cauto y como ya he dicho, no me gusta llegar tarde.
Ni rastro del puto autobús. Nada, rien, niet, nein. Eso si, por autobuses que no sea. El intercambiador está petado de autobuses, cada cual más lleno. Cuando ubico la cola que debo guardar y llega el bus, subo, voy a pagar, y ¡Oh campos de soledad mustios collados!, por no decir algo más malsonante. No me cogen el billete de diez euros. Maldigo a diestro y siniestro y bajo de nuevo al metro a ver si consigo que me cambien el dichoso billete. Al final tengo que comprarme un bonometro en la única de las ocho máquinas expendedoras que funciona para conseguir calderilla, y por supuesto, pierdo el bus.
Cojo el siguiente después de guardar religiosamente la cola, que en esos momentos se ha alargado monstruosamente. Consigo asiento, por lo que me siento (nunca mejor dicho) un privilegiado, y tras el arranque y mucho tráfico, llego al trabajo solo veinte minutos tarde.
El resultado de mi periplo por el transporte público de Madrid se salda con un retraso de veinte minutos, más de cinco euros gastados en el desplazamiento entre la ida y la vuelta, y un cabreo supino que no consigo quitarme en toda la mañana, máxime cuando soy consciente, sumido entre la incertidumbre y el terror, de que me queda todo el trayecto de vuelta a casa.
Si va a tener razón la publicidad de Telemadrid: Espe jode lo que somos. Y yo, deseando recuperar mi coche para contaminar la ciudad, pero así salvaguardar mi salud mental.
Pues ahí va. Quede dicho de antemano que mi terapeuta está seguro que verbalizar mis frustraciones (y últimamente tengo unas cuantas) me hará mirar hacia delante. Esta mañana me despierto diez minutos antes. Me ducho, mientras me tomo el café, me lavo los dientes mientras me visto, me calzo mientras friego la taza del desayuno (¿no cuela esto último no?, venga va, que es coña, nunca friego por la mañana) y salgo disparado por la puerta camino de mi entrañable y querida obligación laboral. Por supuesto que como ser aplicado que soy, el cual odia por encima de muchas cosas la impuntualidad, ayer estuve repasando minuciosamente los horarios de los diferentes buses que me podían llevar al curro.
Primera fase del vía crucis. Debo recorrer cinco estaciones de metro, que finalmente se convierten en tiempo en algo similar a haber dado la vuelta a los cinco continentes. Nada más llegar me las prometía felices. Llego al andén justo cuando hace entrada mi tren, y además está medio vacío, menuda suerte. Los cojones. Cinco estaciones, diez paradas del vagón. Veinte minutos para recorrer un trayecto en el cual no se debiera invertir más de diez. Me armo de paciencia, me quito la chaqueta y abro el periódico. Calma Ignacio.
Llego a Moncloa. Tentado estoy en abrirme paso a machetazos entre lo que parecen juncos apiñados en los vestíbulos del intercambiador. Afortunadamente reconozco en esos juncos formas humanoides y envaino mi espada. Cuando llego a las dársenas (bonita palabra ¿eh?) tres colas de seres humanos dormidos y disciplinados en cada punto de parada hacen que me sienta un poco perdido. En los scouts no me prepararon para esto y ahora me pregunto de qué coño me sirve ahora saber hacer fuego con dos piedras o encontrar la salvación a través de un mapa del ejército. Por supuesto que pese a todo llego a la parada en tiempo para coger el autobús previsto, soy cauto y como ya he dicho, no me gusta llegar tarde.
Ni rastro del puto autobús. Nada, rien, niet, nein. Eso si, por autobuses que no sea. El intercambiador está petado de autobuses, cada cual más lleno. Cuando ubico la cola que debo guardar y llega el bus, subo, voy a pagar, y ¡Oh campos de soledad mustios collados!, por no decir algo más malsonante. No me cogen el billete de diez euros. Maldigo a diestro y siniestro y bajo de nuevo al metro a ver si consigo que me cambien el dichoso billete. Al final tengo que comprarme un bonometro en la única de las ocho máquinas expendedoras que funciona para conseguir calderilla, y por supuesto, pierdo el bus.
Cojo el siguiente después de guardar religiosamente la cola, que en esos momentos se ha alargado monstruosamente. Consigo asiento, por lo que me siento (nunca mejor dicho) un privilegiado, y tras el arranque y mucho tráfico, llego al trabajo solo veinte minutos tarde.
El resultado de mi periplo por el transporte público de Madrid se salda con un retraso de veinte minutos, más de cinco euros gastados en el desplazamiento entre la ida y la vuelta, y un cabreo supino que no consigo quitarme en toda la mañana, máxime cuando soy consciente, sumido entre la incertidumbre y el terror, de que me queda todo el trayecto de vuelta a casa.
Si va a tener razón la publicidad de Telemadrid: Espe jode lo que somos. Y yo, deseando recuperar mi coche para contaminar la ciudad, pero así salvaguardar mi salud mental.