Estoy recién llegado de las vacaciones. Hoy ha sido mi primer día de trabajo y creo que lo he pasado con bastante dignidad. Nada de lagrimeos, depresiones post vacacionales, estrés… Rien. Niet. Pero no es sobre eso sobre lo que quiero hablar. El caso es que este verano he cogido un avión, lo cual sin más tampoco supone una noticia extraordinaria, sino fuera porque por primera vez he cogido un avión solo con mi hijo. La verdad es que uno se sienta en su butaca, encaja las piernas entre el final de su asiento y el respaldo del de delante (miserable el hueco por cierto) y se abstrae. En mi caso masco chicle para que no me duelan los oídos, que he salido delicado. Debo reconocer que nunca presto mucha atención a nuestros amigos autómatas que se esfuerzan por hacernos comprender como reaccionar en situaciones de emergencia, siempre y cuando consigamos controlar el pánico, por supuesto.
Esta vez presté atención, cuestión de dar ejemplo al vástago que se entretenía destruyendo las instrucciones escritas que yo me prestaba a escuchar. Resulta que las salidas de emergencia quedaban a tomar por saco, y me costaba imaginarme en plena carrera por salvar la vida de mi hijo y la mía propia, pisando, empujando y gritando, mientras ciento cincuenta pasajeros, egoístas todos ellos, buscaban la misma meta. Además previamente tendría que haber soltado mi cinturón de seguridad y el del niño, que para el que no lo sepa es como un cinturón pequeño que va unido al del adulto por una pequeña argolla de tela. En fin, descarté salir corriendo en caso de emergencia y encomendarme, si fuera preciso, a cualquier santo que me viniera a la cabeza. San Miguel, por ejemplo. Después viene la coñita de los salvavidas, que ya no me molesto en preguntarme para que necesito un salvavidas viajando por dentro de la península, porque creo que es una técnica de distracción. Si señor, pura distracción, el tiempo que inviertes en ponértelo si las cosas se ponen feas, no lo gastas en ser consciente de que te vas a espachurrar, chof. Así la tripulación se ahorra todo ese alboroto propio de las situaciones pre mortem. Además, siempre he considerado mejor que a una acción que no conseguimos realizar, le debe seguir una acción más sencilla. Pues en el caso de los salvavidas, es todo lo contrario. Tú te pones el salvavidas. Eso si consigues encontrarlo debajo del asiento mientras el avión cae a plomo y no te revientan los tímpanos (Siempre me he preguntado si el cable de la mascarilla de oxígeno será lo suficientemente largo como para no tener que buscar a tientas el salvavidas con la barbilla tirando hacia arriba.). Bueno pues en mi caso hubiera tenido que buscar y encontrar dos salvavidas, el mío y el del enano (oye, es monísimo el salvavidas de un bebé). Vuelvo al tema de las acciones consecutivas. El caso es que la primera opción para inflar el salvavidas es tirar de un cordel; sencillo ¿no?. Uno lo piensa y dice “chachi, no va a haber Lago o Pantano que consiga ahogarme”. Pero, oh campos de soledad mustios collados (Gomaespuma dixit), sino funciona la cuerdecita, que ya es mala baba, hay que buscar una especie de silbato rojo y ponerse a soplar. Tócate los güevos. Debe ser cuestión de aprovechar la hiperventilación propia de las situaciones de pánico, porque sino no me lo explico. ¡Que me ponga a soplar!, por supuesto que tendría que inflar primero el de mi hijo, después el mío, pero no se puede dentro del avión, que digo yo que que coño importará inflarlo dentro del avión si éste estará hecho pedazos en la masa acuosa en cuestión. Total, que estaremos en el agua, con cientos de personas gritando, con los chalecos sin hinchar, buscando el pitorro…
Me sorprendí masticando el chicle con ahínco cuando el comandante nos informaba de la climatología en la ciudad de destino. Mis amigos autómatas se retiraban con todo el merchandising, chalecos, cinturones, mascarillas… Y por si el acojone era chico nos ofrecían prensa y un refrigerio (de pago), cuestión de distraerse un poco y alejar de nuestras mentes el libro de instrucciones del chaleco salvavidas. Miré a mi hijo, y me sonreí viendo como había plegado las velas y dormía placidamente con las instrucciones de emergencia hechas pedazos entre las manos. Que suerte esto de ser pequeño.
Esta vez presté atención, cuestión de dar ejemplo al vástago que se entretenía destruyendo las instrucciones escritas que yo me prestaba a escuchar. Resulta que las salidas de emergencia quedaban a tomar por saco, y me costaba imaginarme en plena carrera por salvar la vida de mi hijo y la mía propia, pisando, empujando y gritando, mientras ciento cincuenta pasajeros, egoístas todos ellos, buscaban la misma meta. Además previamente tendría que haber soltado mi cinturón de seguridad y el del niño, que para el que no lo sepa es como un cinturón pequeño que va unido al del adulto por una pequeña argolla de tela. En fin, descarté salir corriendo en caso de emergencia y encomendarme, si fuera preciso, a cualquier santo que me viniera a la cabeza. San Miguel, por ejemplo. Después viene la coñita de los salvavidas, que ya no me molesto en preguntarme para que necesito un salvavidas viajando por dentro de la península, porque creo que es una técnica de distracción. Si señor, pura distracción, el tiempo que inviertes en ponértelo si las cosas se ponen feas, no lo gastas en ser consciente de que te vas a espachurrar, chof. Así la tripulación se ahorra todo ese alboroto propio de las situaciones pre mortem. Además, siempre he considerado mejor que a una acción que no conseguimos realizar, le debe seguir una acción más sencilla. Pues en el caso de los salvavidas, es todo lo contrario. Tú te pones el salvavidas. Eso si consigues encontrarlo debajo del asiento mientras el avión cae a plomo y no te revientan los tímpanos (Siempre me he preguntado si el cable de la mascarilla de oxígeno será lo suficientemente largo como para no tener que buscar a tientas el salvavidas con la barbilla tirando hacia arriba.). Bueno pues en mi caso hubiera tenido que buscar y encontrar dos salvavidas, el mío y el del enano (oye, es monísimo el salvavidas de un bebé). Vuelvo al tema de las acciones consecutivas. El caso es que la primera opción para inflar el salvavidas es tirar de un cordel; sencillo ¿no?. Uno lo piensa y dice “chachi, no va a haber Lago o Pantano que consiga ahogarme”. Pero, oh campos de soledad mustios collados (Gomaespuma dixit), sino funciona la cuerdecita, que ya es mala baba, hay que buscar una especie de silbato rojo y ponerse a soplar. Tócate los güevos. Debe ser cuestión de aprovechar la hiperventilación propia de las situaciones de pánico, porque sino no me lo explico. ¡Que me ponga a soplar!, por supuesto que tendría que inflar primero el de mi hijo, después el mío, pero no se puede dentro del avión, que digo yo que que coño importará inflarlo dentro del avión si éste estará hecho pedazos en la masa acuosa en cuestión. Total, que estaremos en el agua, con cientos de personas gritando, con los chalecos sin hinchar, buscando el pitorro…
Me sorprendí masticando el chicle con ahínco cuando el comandante nos informaba de la climatología en la ciudad de destino. Mis amigos autómatas se retiraban con todo el merchandising, chalecos, cinturones, mascarillas… Y por si el acojone era chico nos ofrecían prensa y un refrigerio (de pago), cuestión de distraerse un poco y alejar de nuestras mentes el libro de instrucciones del chaleco salvavidas. Miré a mi hijo, y me sonreí viendo como había plegado las velas y dormía placidamente con las instrucciones de emergencia hechas pedazos entre las manos. Que suerte esto de ser pequeño.
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