Amaneció temprano como siempre. Todo era igual que cada día. En aquella habitación acolchada y blanca el sol se colaba furtivo por la pequeña ventana que daba al exterior. Sol. El sol estaba fuera, yo dentro, y dentro de mi había otra llama, ésta no era furtiva, estaba aplacada entre grilletes. Los grilletes me pesan como lo hace la vida, y el hilo de sol me refresca con su suave caricia.
El silencio era el de siempre, sencillo y cruel, nada. El espeso cristal de la ventana no permitía escuchar el ruido de la vida que bullía en el exterior. Sabía que fuera estaba Todo. Todo es difícil de definir. Acaso se quiere o se tiene pero a la larga se pierde, o no. Un día creo que lo tuve. Tuve Todo. O eso creí. Escucho, nada.
La cama intacta me hizo pensar que no había dormido en ella, pero ¿acaso no había dormido? El sueño era el de siempre, aunque no era natural formaba parte presente y permanente de mi vida. Los párpados me pesaban en un intento de echar el cierre a una realidad que me asustaba. El sol hacía que volviera a abrir mis expectativas al mundo, al blanco mullido que me rodeaba. Me vencía y al caer un suave acolchado me mecía en la caída. Ese tacto era reconfortante, cada día, distinto, era igual. Apoyo mi cara cada día para hacerme acariciar por unas manos artificiales que me consuelan. Quisiera las de verdad, las mías no eran libres, me daban siempre la espalda salvo para comer.
La comida de aquí es miserable. Todo sabe mal, cada día, siempre. No eliges, no puedes. La traen con ese vasito lleno de colores y vigilan que comas el crisol que te rinde al sueño. La comida no importa. Solo quieren verte dormido. Los sabores se confunden según pasan los días. O intentas confundirlos, mezclarlos en tu interior para que no sea igual cada día. Es la imaginación la que mueve el pequeño mundo blanco y artificialmente inmaculado de mi vida.
Incluso la imaginación aquí dentro no es libre. Dualidad de cadenas y libertad. Aturdida por el pequeño espacio que ronda alrededor. Expandida por la luz, por la posibilidad de una vida exterior. Ese cerrojo echado tres veces al día que franquea el paso de mi vida a la Vida.
En cambio esta mañana algo me resultó diferente. Me extrañó el cambio en una vida igual, monótona, plana. Era un olor. Fresco, jugoso, agradable. No podía mirar por la ventana, así que me dirigí a la espesa puerta de plomo que separaba mi realidad de Todo. Sin quererlo empujé la puerta y de forma inexplicable ésta se abrió. Como una gran cadena se dibujaba en el suelo una fina línea roja. No pasar. Nunca la franquee después de mi entrada aquí. Nunca pude imaginar que fuera tan difícil dar un paso por encima de una barrera imaginaria. Aún tardé unos minutos en arrastrar mi pie del otro lado de mi particular condena. Una vez a medio camino, pude respirar con más intensidad, y fue entonces cuando pude degustar los aromas que me habían invadido dentro. Eran flores, césped recién cortado… Sin saber muy bien por donde encontraría la entrada a esos olores, enfilé un largo pasillo blanco, tan blanco como la estancia que me había servido de hogar en los últimos años. No creo recordar cuantos. Estas paredes no estaban acolchadas, noté su aspereza mientras deslizaba mi mano a medida que avanzaba. La luz cambiaba, las bombillas del pasillo fallaban dando un punto frenético a la escena que pese a todo se desarrollaba entre la expectación y el sosiego. Luz, oscuridad, luz, oscuridad, luz…Mi olfato me guiaba mientras mis ojos escrutaban cada palmo del pasillo, para evitar ser descubierto en esta excursión, quizás evasión, furtiva. El silencio lo envolvía todo, eso no había cambiado. Las grandes puertas que daban al pasillo no dejaban salir muestras de lamento, temor, alegría o desesperación. Cada mundo era particular, cada uno estaba solo, dibujando siluetas de un mundo que cada vez se hacía más borroso. De pronto paré.
Una puerta como las otras, pero en esta vez una sutil diferencia hacía presagiar que el mundo que había soñado se encontraba del otro lado. Un resplandor de luz natural se colaba insistente por una rendija al nivel del suelo. El olor se hacía más fuerte. Yo seguía avanzando. Empujé la puerta. Una explosión de luz me inundó la cara. De pronto no veía nada, mis ojos habían olvidado lo vivaz del sol y me encontré sumido en la más absoluta oscuridad. Tarde unos segundos en acostumbrar, no solo mi vista, sino también mi olfato, mi corazón, mi ilusión…
Mi tacto. Según avanzaba comprendí que lo hacía descalzo, nunca antes me había dado cuenta. De pronto sentí la fresca caricia del césped bajo mis pies. Fui recobrando poco a poco la vista. Las imágenes aún eran borrosas pero se percibía la hermosa silueta del exterior. Paré unos instantes para gozar del tacto de la hierba. Olía a recién cortada, ese olor fresco que te llega dentro y hace que te sientas limpio. Cuando pude ver, descubrí un hermoso jardín de flores, ese era el olor que me había rescatado del olvido blanco y artificial. Entre todas ellas destacaba una gerbera roja, grande y alegre. Me acerqué para cogerla y llevarla conmigo, pero una lágrima limpia rodó por mi mejilla y calló al suelo junto al tallo. De pronto brotó una nueva flor. Una pequeña gerbera, aterciopelada y de aspecto frágil. Renuncié a llevarlas conmigo y fui testigo de cómo la pequeña flor creció hasta ponerse a la altura de la primera. Me sonreí mientras observaba el manto verde que se extendía más allá del horizonte, en una especie de camino sin fin, un camino hacia la vida. Volví a mirar de reojo a las flores, alcé la vista, y con paso firme y la emoción de emprender de nuevo mi viaje, mi vida, mi historia, empecé a andar hacia la línea que dibujaba el futuro. No volví a mirar atrás.
Este texto lo presenté a un concurso de relatos cortos. Se lo dedico a todos aquellos que aman, viven, arriesgan...